miércoles, 28 de diciembre de 2011

Búsqueda


Me encontraba en la sala amarillenta de la casa de mi novia. Veíamos una película de esas que suelen alegrar el corazón, cuando, la verdad trágica me asalto. Me había perdido. No me encontraba ya conmigo mismo. Me puse de pie al instante. Revisé cada uno de mis bolsillos, los del saco, el chaleco, pantalón, las bolsas secretas, el morral.

La búsqueda se extiendo por la sala de la casa, cocina, baño, cochera, la cuadra, el interior de mi auto. Para cuando nos percatamos de que no me encontraba por ningún lado, los depredadores naturales de uno, ya me habían incido los colmillos. Imaginé una manad de leones derribando a un ñu. Sin más por hacer partí con un beso insípido en los labios.

Recorrí a ciento veinte kilómetros por hora y ciego por las gruesas lagrimas, inducidas por la mordedura de la ansiedad y la culpa, rumbo a mi casa. Afortunadamente, las amplias curvas a altura de la colonia Hamburgo generaron sufiente fuerza de gravedad como para que Ansiedad y Culpa fueran disparadas a la carretera, siendo aplastadas pocos segundos después por un tráiler transportador de leche y un convoy de patrullas federales respectivamente.

En casa me calcé los patines y salí en búsqueda de mi mismo por las calles frías y húmedas de la colonia. Lo único que encontré fue un nuevo puesto de burritos de hielera en el cual recargué baterías con unos de frijoles y otro de prensado, una soda de 335ml y medio pitillo de tabaco tostado. Debo de agregar que tampoco me encontré en los burros, ni en la soda, mucho menos en el tabaco.

Regresé a casa con los pies abatidos, pero los ánimos ardientes. Arranqué mis cuatro cilindros en dirección al bar de “siempre”. En el lugar vi las caras de toda la vida, los mismos payasos sin gracia contando una historia sin contar, los mismos tragos alterados, las mismas manchas en los mismos vasos, como si aquello fuese una pintura viviente.

Gatee por entre las piernas de la multitud de parroquianos. Me lleve varias patadas y otras tantas caricias dadas a piernas divinas. Cocina, barra, baño y la azotea desolada inspeccione sin resultados. Un par de cervezas después me dirigí al billar de enfrente. Mi abuelo ciego estaba ahí, aporreando novatos en el pool. Busqué por todos lados sin frutos, ni siquiera mi abuelo ciego pudo darme algún norte.

Recorrí toda la ciudad. No estaba en ningún lugar ni siquiera me habían visto. Nada sabían las putas del centro, ni el taquero de la bravo; nada los cirqueros de la alameda; nada en el estadio; nada en la universidad; nada la cajera que me coquetea en el banco; nada de mi, por ningún lado.

¿Acaso todo el tiempo fui mi propia ilusión? ¿Nunca fui tangible? Este tipo de ideas me asaltaron con las campanadas de la media noche, tras de cinco horas de búsqueda infructuosa. Bañado en sudor frío, temiendo por mi propia existencia llamé a mi chica. Contestó y cariñosamente corroboró mi existencia con palabras dulces. Mas algo extraño se notaba en su voz. Nuevamente mi mente carburo ensoñaciones fantásticas.

Con el acelerador a fondo cruce la metrópolis de la M hasta la L pasando por la T y la G. Quince minutos demoré en la travesía urbana. Tumbé la puerta con una titánica patada, cosa nada propia de mi pues seguía sin encontrarme, al menos hasta ese momento, pues al entrar en la sala y ver a la muer que yo más quiero semidesnuda, recostada como una diosa, adorada por ningún que yo.

Enceguecí de rabia y me lancé sobre mi, pero ya me estaba esperando con un jarrón que pulverizo el mi cabeza. Yo me mordí en el antebrazo, respondí con una llave dormilona, luego un codazo en las costillas, finalmente estrelle mi cabeza contra la mesita. Había ganado.

Mi novia corrió a auxiliarme. Me ayudo a levantarme y limpio los vidrios de mis heridas. Me beso con ternura. A pesa r de los numerosos golpes y heridas abiertas me sentía mejor que un millón de euros, después de una larguísima tarde, finalmente me encontraba completo. En ese instante Anais salió del cuarto gritando con toda la fuerza de sus pulmones: “RHINOCEROS”, claro que eso no afecta esta historia, sin embargo sucedió justo después del beso y entra en el orden cronológico de lo aquí narrado.

martes, 27 de diciembre de 2011

Espera


Parte I

Son las seis de la tarde, pero el día se ha vuelto azul. Una nube, larga como el cielo, desfila por el horizonte y bloquea los últimos rayos de sol. Las sombras que se extienden por el laberinto de la ciudad son largas y frías. No falta mucho para que los arbotantes derramen su luz amarilla como la miel sobre las calles húmedas.

En una acera anónima, una mujer de rostro afilado y moreno sorbe café tan negro como su cabellera. Las manos de la mujer se han tornado azules por el frío. De su bolsa saca una cajetilla de cigarros. Lenta y temblorosamente enciende uno. Su mirada esta perdida en dirección al oeste. Su alma se encuentra igualmente en otro lugar. Piensa en él. Imagina cosas en tiempo condicional, contempla los "hubiera".

Fuma y bebe mecanicamente, a intervalos dulces y lentos. Sus movimientos son los de un robot melancólico. Para cuando ya no queda nada del cigarrillo es más noche que día; Los últimos tres sorbos en la taza están fríos; Su alma ha regresado a su cuerpo. Sus ojos cargan gruesas lagrimas que no deja escapar.

Se pone de pie. Deja el importe de su consumo y la propina sobre la mesa. Camina en dirección este. Solloza con cada paso. Sabe muy bien que el no llegará por más que espere. Sin embargo no pudo faltar a su promesa.

Aquel diciembre la mujer visitó el café casi a diario, cada tarde en la misma mesa, mirando en dirección al oeste. Pero la vida sigue y a nadie se puede esperar por siempre, menos cuando se sabe que no llegará

Parte II

Es un día de diciembre. Ella piensa que el mundo ha cambiado demasiado como para intentar comprenderlo. Ella también ha cambiado, su cabello se ha vuelto blanco, su rostro es diferente, su forma de andar, incluso su alma ya no es la misma. Camina con paso cansado. La vida ha convertido las amarguras de la juventud en tiernas melancolías.

Como hoy, muy de vez en cuando vista el café de su juventud. Se sienta en la misma mesa y con la mirada tierna y cansada mira en dirección al oeste. Imagina cosas en tiempo condicional. El corazón ya no se le rompe. Hace mucho ha dejado de maldecir al destino.

Mientras sorbe su café, un hombre alto y de rostro elegante se sienta a su lado. Es él, al fin ha llegado. Su rostro se ilumina con la sonrisa más amplia que ha tenido en años. El la toma de la mano y se excusa por la demora. Se levantan y caminan la calle anónima en dirección al oeste, hacia su juventud, los condicionales y los subjuntivos pasados


jueves, 22 de diciembre de 2011

Esos días raros


Hay día de sol, días de agua, arena, viento. Cada día nace de una sustancia y tiene una naturaleza, pero hay días que están hechos de otra cosa, de algo desconocido, sin nombre. Incluso la naturaleza falla en darle forma.

Son días amorfos en los que el sol de julio esta rodeado de nubes septembrinas que aspiran a ser negras o pedazos de cielo tan azul sueño. En esos días indefinibles se nos escapa la nostalgia y la bienaventuranza de manera simultanea. Se nos antoja leer, fumar, andar en bicicleta, besar, bailar, correr en dirección al sol.

Es en esos días indefinibles, en que las musas pululan en el aire cual mosquitos en el manglar. Estas nos picotean las piernas, brazos, cuello y hasta las nalgas con la fiereza de un colibrí hambriento con tal de sembrar bajo nuestra piel la semillita de la creación.

Tres acordes en progresión; un verso virgen; un trazo sucio de carboncillo sobre el papel; una escena teatral redactada en la servilleta de un café; un ingrediente extra en las quesadillas suizas.

Pero no todo es bello en esos días extraños. Las musas, la sustancia, la semilla implantada tienen resaca de la locura o zozobra; desesperación de ser; al inconformismo o la critica desmedida. El precio a pagar por una musa inoculando el cerebro puede ser alto.

Más extraño que un día como estos, es su noche. Como si legiones de horrores nocturnos se dieran cita en las sombras de las calles de la ciudad. Un macabro carnaval de sombras, en las que no se distinguen los monstruos pero se reconocen en el vaivén de los arboles y las palmeras, casi como si pudiéramos escuchar sus pazos bestiales.

Y todo termina cuando asoma nuevamente el sol, por el horizonte. Y el día asume una nueva forma y otra sustancia de sol, nube, agua, viento, arena o cualquier otra y es entonces que se termina el delirio inducido por las musas. Estas se marchitan como flores y sólo quedan garabatos como muestra de que existieron. Los horrores nocturnos regresan a la cueva de nuestros oídos, para dormir cobijados por nuestras pesadillas sin soñar.

martes, 1 de noviembre de 2011

Calaveras 2011


Aadac

Estaban los alumnos de AADAC
Agarrando la peda bien a gusto
Ni cuenta se dieron que la calaca
Destrozó sus maquetas
Para matarlos con un susto.




V&E

Caminaba con zozobra el elias
porque su flaquita se había petateado
Tanta era su tristeza,
Se quería morir ahogado

Justo cuando iba a saltar del puente
Se le apareció la Catrina engalanada
Cual fue su sorpresa cuando vio
Que era la Vittoria disfrazada

Ahí van agarrados de la mano
Caminando pal purgatorio,
Pues en el infierno hace calor
y al cielo ni quien se asoma


Cachivaches

Ahí van los cachivaches
tarde a la función
Es en una casota
Casi casi una mansión

Los contrato una dama.
Muy fina y de la alta sociedad
Pa que cavaran unas tumbas
en lugar de cuentos contar

Ya terminaron de cavar
Y La dama los sepultó
Resulto ser la catrina
Que de sus cuentos se aburrió



el chino

El chino elias se bajó del tren
Con la guitarra a la espalda
Y en la mano el tres

Va cantando alegre sus sones
A los inquilinos del panteón
Hasta llegar a su vieja casa

Lo esperan unas cheves y un sotol
Unos chiles rellenos
Y sus hijos extrañándolo.


La librería

Todos en la librería lloran a Ruth
Porque la parca la mató
No saben que en realidad
German a Oaxaca se la llevó


Olaff

Olaff toca un tango
Y lo canta Gardel
Comparten escenario
Esta es la primera vez

En buenos aires,
en su panteón
se escucha el tango
que la calaca escogió


Los Yelilitos

Sebas jugaba en el wii
Yecadi andaba por ahí
la calaca flaca cansada
Los visitó para reír.

Leyeron comics
Y jugaron al kof
Bebieron kool-aid (de fresa)
Una pizza se terminaron

La calaca más descansada
No los quería dejar
Los guardo en su túnica
Se los llevo pa no regresar


Yelile

La yela anda en friega
de aquí para allá
En clases de ingles
y practicando yoga

Le cambio unas clases
A la catrina, por unas
cuantas horas


Jef

La muerte visitó a jef
no para llevárselo,
para pedirle un taller
De técnica corporal
Y algo de máscara
Para hacer mejor
Lo que ya sabe hacer


Variopintos

Los variopintos crecieron
Con el paso del tiempo
uno a uno se murieron
Ya sólo fueron un recuerdo

Pero ya están todos contentos
Tallereando en el cielo
Con jef a la cabeza
Traduciendo esta san pedro


German

German se nos fue
un poco prematuro
Hoy le pusimos una ofrenda
De caguamones y un churro


Nacho

Nacho se batió a duelo
Con una hoja en blanco
Ganó la hoja y lo mando
directo al camposanto

jueves, 13 de octubre de 2011

Las hojas amarillas me invitan a partir. Tomar dos autobuses uno en dirección cercana, el segundo a lo desconocido. Las hojas amarillas me susurran con su vaivén que si marcho para no volver la podré olvidar.

Sin embargo se, que las hojas amarillas mienten. Sus promesas de olvido carecen de seguridad, ni siquiera encierran un poco de fe. Pues aunque camine hasta acabarme las piernas o expire mi vida siempre la cargare.

La tengo tatuada más que mis vicios; Más profunda que las raíces del canto de Sapioriz. Fue su ausencia lo que me hizo cargar el revolver, Tu silencio me jaló el gatillo.

Lo peor es que la eternidad es el infinito susurrando tu nombre.

El monstruo




Lo dejó con la palabra en la boca, con el beso en los labios y la razón en la punta de lengua. Se levantó con el mentón en alto y caminó a la salida contoneando las caderas. Él seguía mudo, sentado con la boca abierta y el café enfriándose. No daba crédito a lo que acababan de escuchar.

En espacio de unos segundos, el mensaje que acababa de recibir se transformó en muchas y variadas cosas. Empezando por ira, enojo, tristeza y desesperanza. Sin embargo lo realmente sorprendente fue la transformación que detonó. Como si se hubiese tratado de algún mágico elixir.

El color de la piel se enverdeció; Los brazos crecieron hasta casi alcanzar proporciones simiescas; Los ojos rojos grandes como los de un calamar; Los dientes se afilaron y crecieron cómo si se tratara de un depredador prehistórico.

En ese sillón ya no se encontraba un hombre. Era una bestia, una pesadilla viviente sin mayor motivación que el infligir todo el dolor que su ahora ex-mujer le acababa de provocar, en terceros.

De un salto se planto frente a la rubia de la caja. Alzó el brazo para asestar un golpe mortal con sus nuevas zarpas, pero no pudo. En realidad el no era ese monstruo. Bajó la mano y busco monedas en su bolsillo para dejar en el bote de las propinas.

Caminó por las calles frías del centro de la ciudad hasta llegar a la plaza. Muy pocos peatones no lo rodearon o huyeron al verlo pasar. Se sentó en las escaleras del kiosco y levantó la vista con la esperanza de que en el cielo nocturno hubiera algún consuelo.

En aquellas escaleras pasó la noche. Con la llegada del alba volvió a ser un hombre. y pudo marchar a casa, pero durante el resto de su vida en su interior viviría un monstruo triste


martes, 9 de agosto de 2011

Café París


Alimentame la soledad, con silencio y con tu ausencia. Porque sólo se extraña a los muertos y tu estás viva apretando mi mano como si ya fuera el fin.

Regalame un encuentro accidental en las calles frías de alguna ciudad de nombre impronunciable, incluso si vas acompañado de un hombre alto y moreno. La calidez de reencontrarte y la sensación en la boca de una sonrisa incomoda por decirte adiós cuando debí haberte apretado contra mi.

Que me carcoman los recuerdos de todo lo que no hicimos (con su respectiva dosis de celos). Gritar tu nombre en sueños empapados de sudor frío, despertar a mitad de la noche y no querer ver al espejo que esta frente a la cama por miedo a toparme con tu recuerdo.

Regalame la nostalgia de tus dulces muslos cuando acaricie las piernas de alguna amante anónima; Comparar sus caricias torpes con las tuyas de satin; Recordar tus besos siempre que coma una fresa roja y carnosa. Un día algún amigo en común me dará noticias tuyas. No podré evitar sonreír con un dejo de tristeza; Me alegraré por ti sin dejar de hacerme uno o dos reproches.

Vete y que tu recuerdo se diluya cómo la crema en el café: perdiendo la definición para matizar el resto de mi existencia. Poco a poco te me tatuarás en el alma. Serás una religión y yo un mal devoto. Viviré la vida, agridulce por si misma, con una pizca de ti y del adiós sin punto final que iniciara hace años.

Un buen día de julio pasearé solitario por las calles de parís con la cabeza canosa para, frente a la terraza de un café, lamentarme el no haberte traído nunca. Un día de marzo veré tu sonrisa en la sonrisa de una nieta hipotética, aunque la única liga entre ustedes sea mi recuerdo.

Y un día que suene alguno de nuestros teléfonos para escucharnos del otro lado. Vernos en una replica del café de París al que nunca fuimos y hablar de los años que no estuvimos juntos, pasear como si tuviéramos 13 por los jardines de algún parque municipal, apenas rozando las manos por decoro.

Llevarte un ramito de flores los jueves antes de ir al café para escuchar canciones de Edith Piaf y charlar con dulzura de todo lo que no vivimos, pero que en las brumas de la edad se confundirá con los recuerdos más claros. Imaginar lo que no fue.

Que pase el tiempo que tenga que pasar. Y el que se quede más tiempo (que serás tú) llevé flores a la tumba del otro. Quizás en una de esas visitas al camposanto mi nieta, esa nieta hipotética que tiene tu sonrisa, este limpiando mi tumba y cruce miradas con tu nieto hipotético (quien te estaría acompañando) y quizás, sólo quizás ellos lleguen a ir a ese café de París en una tarde de julio. En tanto yo sonreiré de melancolía dentro de mi tumba porque siempre tendremos lo que no tuvimos.


viernes, 5 de agosto de 2011

Bolsillos


Siento los bolsillos pesados. Bambolean de lado a lado lastimándome los muslos y resonando como sapos metálicos y enojados. Buscar el cambio exacto para la taza de café o el libro de cuarta mano es una labor de varios minutos pues el interior de los bolsillos es un laberinto que nunca se está quieto.

Cuando camino por la calle el peso puede ser insoportable. Me obliga a detenerme y vaciar incontables objetos que a la luz de la soledad son tan inútiles como horrendos: teléfono, la billetera gruesa como mis miedos, tarjetas de presentación de media ciudad, recibos por facturar, tarjetas del banco, claves de las tarjetas del banco, recibos por pagar, cerillos, encendedor, una paleta de caramelo sabor a cereza, un enjambre de llaves, mis miedos, lápiz, pluma, mis rencores, una canción empolvada, los reclamos del domingo, monedas y billetes de baja denominación, las responsabilidades que me dio mí madre, el recuerdo doloroso de mí padre, un montón de traumas de la infancia, otro tanto de la pubertad y que decir del saco de la "madurez".

Quisiera dejarlo todo en la calle, sólo quedarme los cerillos, una llave y la canción, pero no puedo porque a la luz de la compañía es intolerable el no cargar con todo eso aunque nunca salgan del bolsillo. Y comienza la procesión de re ingresarlo todo. Cuando terminas es como si los pantalones te intentaran sumergir en el suelo y las piernas se te cansan antes de terminar la cuadra.

Sueño con un día simplemente desabrochar los pantalones, que caigan por su propio peso. Sólo rescatar una llave y la canción. Correr ligero, tan rápido que se me eleven los pies del suelo, apoyarme en las puntas de las antenas rojas y blancas; acariciar las crestas de las palmeras con los pies. Desabrochar la camisa para planear como si fuera una ardilla. Planear hasta encontrar la puerta que abre la llave que llevo y quizás tras la puerta encontrar un par de pantalones sin bolsillos.

Quisiera pensar que un día haré un agujero de buen tamaño en alguno de mis bolsillos por donde se caiga la mayor parte de mi carga. Pero no se me da tan bien que digamos eso de hacer los sueños realidad y me limito a dejar caer una moneda, una llave inútil o un reproche del domingo cuando no hay nadie mirando.

domingo, 10 de julio de 2011


Llegamos al lugar de improviso, una serie de cambios de planes, cancelaciones y ganas de estar bien nos llevó al llamado cuartel del 15. Desde que empece a frecuentar cafés (unos diez años atrás) evite ese en particular en memoria del profeso que más me había influenciado durante mis estudios de francés. La parafernalia nazi le recordaba las historias de su abuelo, sobreviviente judío, de la ocupación nazi en Holanda.

Pero esa noche me olvide de aquello para entrar por segunda vez en el lugar y por primera consumir.

No era como hacía mucho me habían contado que era. El lugar era todo menos intimo y la decoración del patio estaba hecha para satisfacer los estándares del cliché. No me importó.

Pedimos un plato de nachos, un frappe y una limonada mineral. Charlamos mientras llegaba nuestra orden. Se dijeron muchas cosas. Llegó nuestra orden: los nachos eran copiosos, pero sin pico de gallo se sentían pobres; el frappe era como todos los que he probado en mi vida, un pastel liquido; la limonada mineral sabía a plástico, la cambie por un té de igual calidad. Encima nos cobraron por la música mal ejecutada de trova, in solicita y aburrida.

Un lugar a donde no volver


martes, 31 de mayo de 2011

Arcano XI (parte 1)


Anoche corrió; toreo autos; trepo bardas; surfeó sobre autobuses y al final logró escapar de los guarros del papa de Berenice. Sin embargo los testículos aún le dolían casi azules, en parte por el rodillazo de don Genaro, en parte el mes de abstinencia forzada.



Ahora mitigaba el dolor de la cruda con menudo caliente y el de los huevos con una coca cola helada en la entrepierna. En tanto su cabeza viajaba a las anchas caderas de Berenice. Dejaba escapar suspiros entre cucharadas. Terminó el plato y pagó.



Un golpe seco lo detuvo de camino a la salida. La mitad de su desayuno quedo esparcido en el piso del mercado. Traje de corte italiano, machete en mano y una enorme cicatriz en el lado derecho de la cara. Era Demóstenes, el jefe de seguridad de don Genaro (padre de Berenice). En la sonrisa se le notaban las ganas de matar.



Demóstenes lo arrastro fuera del mercado, aún no recuperaba el aliento del puñetazo que le había propinado en el estómago. Para su sorpresa afuera lo esperaban el mismo don Genaro acompañado de sus 13, los mejores asesinos a sueldo en el norte del país, el diminuto y privado ejército privado con que había ganado el control total de la región. Al centro de la formación: Berenice llorando ríos y sosteniendo un revolver que le apuntaba a la cabeza.



Entre Demóstenes y tres de los trece le propinaron la paliza de su vida, pero Aquiles sólo alcanzaba a ver a Berenice sosteniendo el revólver; llorando. Cuando los hombres de Don Genaro terminaron, este se acercó a su hija y le dijo algo al oído. Berenice grito y jalo el gatillo con los ojos cerrados.


El olor de su madre combinado con olor a pólvora; el olor de su padre combinado con el olor a pólvora; sangre derramada en el piso; el sonido de Berenice llorando; La sensación de más balas atravesándole el cuerpo; el mundo al revés; el sol quemándolo; la sensación del cuerpo vacío de sangre; la voz de su primo; explosiones; el cielo; nubes que pasan; oscuridad.



Su primo caminaba delante, él lo seguía. Hablar era gastar energías. Tybaldo apenas podía cargar la pesada pistola, parecía como si el peso le fuera a arrancar el brazo en cualquier momento, pero no lo hacía. El sólo cargaba una bala en su mano derecha, no sabía porque pero no podía dejar de apretarla. Las moscas lo seguían y siempre había cuatro o más caminando sobre su cara: espantarlas era gastar energías. En el horizonte poco a poco se dibujaba un jacal, en la puerta estaba mamá Frida, siempre serena, siempre ciega, quería llorar de alegría, pero llorar era gastar energías.



domingo, 13 de febrero de 2011

Don Roberto e hijos

Treinta y ocho mil almas masacradas la metralla cruel (mas no tan crueles que firmaron el edicto que permitió se jalara el gatillo). El periódico y los noticieros redujeron el número a veinte, antes se atrevieron a comentar la masacre, sin embargo ahí están Don Roberto Castillo e hijos haciéndose ricos con tan sólo una tajada del pastel..

A Roberto (el hijo mayor de Don Roberto) nunca le había gustado el negocio familiar. Está por demás decir que era eficiente, nadie podía reprocharle nada en cuanto a su forma de trabajar, siempre serio y discreto, más que sus hermanos, pero carecía de la pasión por el trabajo que tenía Ignacio o la enfermiza devoción de Celia al realizarlo. Sobre todo en los últimos meses, con toda la actividad que había habido Don Roberto e hijos se estaban convirtiendo en figuras notables de la ciudad.

Aquel era el último sábado del mes y como en cada ocasión salió con sus amigos a un bar a las orillas del centro histórico de la ciudad, su cubil. Entre cigarros, cervezas y fichas de domino hablaban de lo caro que estaba todo, de tal o cual candidato, de lo atractiva que era la nueva novia de alguno de ellos, de como Mario (el eterno enamorado de su hermana Celia) no se atrevía a más. Sólo él y Miguel estaban casados por lo que de tanto en tanto soltaban alguna que otra queja contra el dueto histérico, como les habían nombrado burlonamente. Fue a las doce con treinta y cinco que sonó el teléfono de Roberto.

- Jefe, ya pasó. Me avisaron hace media hora y vine corriendo, calculo unos cincuenta – Era Agustín, empleado de su padre de toda la vida y que desde hacía un par de años re reportaba directamente con él.

- Entiendo, llego en un momento – dijo con sequedad

Pagó su parte de la cuenta y dejo lo correspondiente de propina. Se despidió entre rechiflas de sus amigos y salió del bar.

Ya pasó, cien al parecer. Así decía el mensaje que Ignacio acababa de recibir. Hizo un cálculo veloz de cuantas horas de trabajo potencial tenía por delante, cuál sería la ganancia neta en el negocio y lo que podría hacer con su parte. Guardó el teléfono celular y se apresuró a terminar la faena con la rubia de la noche. Era el hijo de enmedio y como tal nunca había recibido mucha atención por parte de nadie. Roberto era el perfecto, Celia la consentida, él el sobrante.

Se podría decir que Ignacio era miserable, por un lado Roberto se había casado con una mujer bellísima, Celia tenía pretendientes para que le invitaran cada comida del día durante toda la semana, en cambio el sólo podía conseguir chicas que llevaran más alcohol que ideas en la cabeza. En la escuela no sobresalió y con respecto al negocio era más bien regular a veces invisible. Roberto lo trataba como un subordinado más; Celia intentaba ser linda con él, pero rara vez lo conseguía sin verse condescendiente; para su padre era como si no existiera, aun cuando niños. Durante toda su vida intentó que aquello no le importara, pero cada tanto se sentía frustrado con sus hermanos, con el mundo y sobre todo, con su padre.

De los tres, solo Celia seguía viviendo con su padre. Desde la muerte de su madre se adjudicó la tarea de cuidarlo en sus últimos años muy a pesar de la insistencia de Don Roberto en que hiciera su vida aparte. Rechazó las oportunidades que se le ofrecieron de alejarse del negocio familiar, de explotar su talento en el piano con formación profesional o haber estudiado cualquier otra carrera, de entre todos los intentos de sus padres para que se volviera independiente el único que tuvo cierto resultado fue el haber vivido por espacio de seis meses en Paris.

A sus veinticuatro años se podría decir que el único amor que había llegado a sentir era por el negocio familiar, se notaba en su manera de tratar los clientes, su eterna sonrisa al momento de recibirlos y ofrecer sus servicios, omnipresente sonrisa al momento de abrir los cuerpos y despedirse de ellos. Una sonrisa piadosa y cruel que por años dañó el corazón de Ignacio y alejó a Roberto.

Amaba a su padre, y a su hermano Ignacio muy a pesar de que en toda su vida había sido incapaz de demostrar su cariño; de Roberto por otro lado guardaba temor: el temor que se le guarda a un policía cuando sabemos que somos culpables de algo sin estar seguros de que.

En el balcón del cuarto, Celia fumaba cuando entró la llamada de Ignacio. Este le dijo el número potencial cuerpos con los que habría que trabajar y se apresuró a colgar. Celia, sin haber terminado el cigarrillo, marcó varios números dando las instrucciones correspondientes a su equipo de trabajo. En tanto se dibujaba su sonrisa eterna.

Había sido una semana sin mucha actividad y esa noche el local se encontraba vacío salvo por los cuidadores del turno nocturno. El primero en llegar fue Roberto, Celia en segundo lugar, Ignacio quince minutos después de ella.

Aún no daban las dos de la madrugada y posiblemente faltaban varias horas para que se pusiera en marcha, pero si querían sacarle todo el jugo posible a lo que acababa de pasar tenían que estar listos, incluso si eso significaba pasar la noche en vela.

Cada cual preparo sus herramientas, cambios de ropa y acordaron la manera de trabajar. Apenas eran las dos con quince minutos cuando Roberto se retiró a la capilla, nunca había sido religioso y su único hijo no había sido bautizado, pero le gustaba la capilla del local, sobre todo su olor a incienso y la luz morada que entraba por el vitral, esa luz le calmaba antes de un trabajo y le ayudaba a pensar. Generalmente pensaba en su vida, en su mujer, su hijo, a veces soñaba despierto con que tenía no otra vida, sólo otro trabajo.

Celia e Ignacio estaban en el mostrador, callados. De tanto en tanto Celia intentaba iniciar una conversación pero tenía una facilidad inusitada para tocar temas desagradables para Ignacio quien sabía que su hermana menor no tenía malas intenciones pero igualmente no dejaba de ser molesto. Ante la falta de comunicación encendieron cigarrillos de sus respectivas cajetillas.

A las cuatro de la madrugada sonó el teléfono. La primera contratación de la noche, les que le seguirían muchas más. Cincuenta y cinco, con varios miles de pesos de ganancia en cada trabajo.

Por horas los tres hermanos corrían del frente del negocio para recibir a los familiares y orientarlos en el rito y los tramites. En la parte de atrás: abrían drenaban, vestían y maquillaban a los hoy difuntos. Roberto con fría indiferencia; Ignacio con el esmero de quien trabaja bien; Celia con rostro sonriente y ojos danzante, cual cuento de hadas.

Fue una jornada de setenta y dos horas de sonreír, explicar, cortar, escuchar llantos y ver caras destrozadas por el dolor. Roberto enfermo durante esas interminables horas, más por ver el dolor ajeno que por la falta de descanso. El llanto de una madre tiene la facultad de enfermar el espíritu.

En cambio Celia nunca dejó de lucir hermosa y radiante, aun con sus pronunciadas ojeras y la cara más delgada de lo usual, no dejó de sonreír con esa sonrisa calida para el mundo y cruel para Ignacio quien evitaba, como siempre el estar en el mismo cuarto con ella.

Y sin embargo lo lograron, al final embalsamaron, enterraron y cremaron cincuenta y cinco cuerpos, la mayoría de personas jóvenes. Soportaron el llanto de incontables familiares y se llenaron los bolsillos de billetes. El sabor de la victoria, el poder decir que habían logrado una empresa de tal envergadura hizo que olvidaran sus malestares, rencores y fijaciones sicóticas, al menos por un momento. Compraron cervezas y cigarrillos para festejar junto a su padre la odisea recién terminada.

Al abrir la puerta de la casa les llego un olor fétido y familiar. Dejaron caer las cervezas. Los tres, como si se tratara de una macabra coreografía corrieron siguiendo el olor. Abrieron de golpe la puerta de la habitación de su padre. En el centro la gran cama patriarcal: Don Roberto, finado desde hacía tres días y en pleno proceso de descomposición. A los tres hermanos aún les quedaba pendiente el trabajo más duro de la jornada.

en mi casa vive una bruja

En mi casa vive una bruja. Es muy vieja, viejisima, antigua, antiquísima. Se le pueden oler los milenios acumulados en los pliegues de la ...