lunes, 5 de julio de 2010

Caminante


Demeterio González caminaba con pésima postura: La espalda doblada como el fuelle de un acordeón; la cabeza levantada por la sencilla necesidad de ver el camino; los pies dubitativos en cada paso.

A la espalda dos mochilas empalmadas. Ambas despedían una peste que opacaba a la de su cargador.


Demeterio había caminado mucho más de lo que cualquiera pudiera imaginar. Se salió de casa hace algunos a recorrer esta tierra abonada de dolor y placer.


Como en la canción de maldita vecindad, en su tierra natal se escucharon incontables historias de sus andanzas, pero sólo Demeterio las podría desmentir o corroborar.

Entró al barrio por la calle de Ocampo. Se detuvo bajo el farol de esquina con Madero. Demeterio estaba cansado. Por primera vez desde que salió de casa con la mochila al hombro, sintió el peso de la misma; por primera vez los pies resintieron los kilómetros andados y en el corazón le dolieron las amantes que dejó tras de si.

Era como si el farol fuera un faro que alumbrase su pasado y este corriera a encontrarse con su mirada. Los recuerdos que vuelven.


Fue aquella pesada luz amarilla que le hizo caer de rodillas bajo el peso agobiante de los recuerdos. Dos hombres que pasaban se le acercaron. Gritaron su nombre; corrieron a abrazarlo; lo atacaron con mil preguntas. Esos dos hombres también eran recuerdos que habían corrido a encontrarse con él. Eran versiones adultas de sus amigos infantes.

En pocas horas estaba toda la cuadra reunida en la Sevillana, aquel bar mítico donde su padre bebía cerveza helada y un picosisimo caldo de camarón, mientras que él, le atoraba a una coca cola y al mismo caldo que le hacia hormiguear cachetes y orejas. En aquella época los pies le colgaban de la silla.


Era extraño, hacía unos momentos se dolía de melancolía por el mundo que había terminado de recorrer y ahora era asaltado por la mas dulce de las nostalgias, estaban ahí casi todos los amigos de sus años mozos, bebiendo, celebrando el regreso.


Se sumaban a la fiesta aquellas figuras colosales de antaño, como el tendero, el carnicero, don Vicente, las madres de sus amigos, y coronando aquella reunión: su madre santa.


Tantos años sin verla y de pronto estaba ahí, mas pequeña y frágil que nunca. Pero aquello era una ilusión. Cuando la estrechó reconoció en su abrazo y sonrisa altanera a la misma mujer que lo enseñó a ser un hombre de verdad. La amazona que lo crió, mas fuerte que cuando se marchó.


La noche fue de fiesta, baile e historias de las 5 esquinas del mundo. Contó historias de cuando fue pescador en Saigon, y de cuando se perdió en el Gobi, de sus andanzas con los Tuareg y sus conquistas europeas.


Pasaron los días. "Que extraño es llegar a casa y ver que no lo es" pensó Demeterio una vez instalado en la casa de su viejecita. Con los días se le curaron los pies, enderezó la espalda y recuperó las fuerzas.


Los primeros días en el barrio se fueron rapido, todo lo conocido parecía nuevo.

Los niños de la zona y varios de sus camaradas se reunían en los escalones del pórtico para escuchar sus historias. Contaba sus aventuras por el mundo con alegría y orgullo de haberlas vivido.


Un trabajo vino a la segunda semana de haber vuelto. Maestro de liceo. Pantalones y saco de vestir, zapatos hechos para lucir en lugar de caminar. Un trabajo bueno, pero pesado que le distrajo de pensar en los destinos que no pudo visitar.


Una novia llegó a la cuarta semana. Era Sofía la chaparrita que hacia teatro en la secundaria. Precioso rostro y corazón dulce como miel de panal. Un mal de amor que ya no recordaba pero cuyos tiernos labios le hicieron olvidar las ganas de empacar.


Al pasó de los meses dejó de contar historia, el trabajo le aburrió y Sofía lo asfixió. Sin darse cuenta se había extinto la alegría del regreso.


Cierta noche de abril, Demeterio, observaba las montañas que rodeaban la ciudad. Dejó escapar un suspiro azul. Sin darse cuenta pensaba en: ciudades, paisajes, bares, músicas, amigos y amantes que había conocido por todo el mundo.

El sonido seco de un costalazo lo sacó de sus pensamientos inconcientes.


Al girar la cabeza vio a su viejecita en el marco de la puerta. Acababa de dejar caer su mochila de viaje. Con sonrisa sardónica y calida camino hasta él. Lo abrazó como sólo una madre puede y con la voz frágil de las despedidas le ordenó que se fuera.

Se puso las botas y marchó con la luna azul iluminando su camino. Cada paso le alegraba el corazón. Cuando hubo llegado a la salida de la ciudad era él mismo.


Es cierto que tarde o temprano todo viajero detiene su andar, pero a él, aún le quedaba mucho mundo por ver.

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En mi casa vive una bruja. Es muy vieja, viejisima, antigua, antiquísima. Se le pueden oler los milenios acumulados en los pliegues de la ...