domingo, 12 de julio de 2009

Muebles y Cerveza (lado B)




Sentado en una mesa, pulcra y solitaria, de aquella antigua cantina, que mas que cantina parece un museo a la ebriedad de la comarca lagunera, mesas con veinte años, una barra de cuarenta, el espejo de la repisa de alcoholes tan antiguo como las paredes y las puertas, donde hace unos cuantos años, más de dos, pero menos del lustro, mi jefe y yo encontramos consuelo al cansancio y deshidratación producto de haber cargado mil kilos de muebles de oficina.

No se donde esta la dependencia de gobierno que nos dono los muebles, pero para llegar tuvimos que atravesar la ciudad de extremo a extremo, pasando por calles no euclidianas, que subían y bajaban, de izquierda a derecha y viceversa, calles que se sumergían en las profundidades de mares verdes en el cielo, andado a velocidad moderada que evitaba que la camioneta, prestada, se hundiera en el río de asfalto.

La dependencia de gobierno, edificio enorme y poco austero, tenía suelos de mármol y techos de políuretano. El mandamás de la oficina nos recibió con alegría, hablo con mi padre de temas tan variados y veloces como el índice de una tesis sin tema. El mandamás nos escolto personalmente hasta la bodega donde estaban guardados los muebles que habríamos de recibir.

La bodega era enorme y mas parecía hangar que bodega. Entramos sorteando incontables cajas de archivo muerto y monitores inservibles, de la era del ms-dos, que jugaban a ser dientes de león en un jardín. En el fondo de la bodega estaba lo que buscábamos, muebles provenientes de otra era, de cuando las cosas se hacían para durar más de tres generaciones, por decir lo menos, me extraño la razón de que aquellos muebles, que mas que muebles parecían tanques de guerra de la ex-unión soviética, estaban ahí, acumulando polvo y viendo pasar el tiempo sin ser usados, en tanto las oficinas rebosaban con muebles de origami, apenas capaces de resistir la furia del viento generado por el sistema de refrigeración del edificio.

Escogimos dos escritorios, una mesa colosal y dos sillones, la mera era como para sentar a cenar, dialogar o trabajar a mas de veinte personas de manera cómoda. Los escritorios como ya se mencionó parecían mas bien máquinas de guerra de la guerra fría, en tanto los sillones eran piezas de decoración lounge que desentonaban con el resto de mobiliario en aquella bodega, combinación de mueblería y cementerio.

Escogidos los muebles, el mandamás hizo llamar a un par de quimeras, cabeza de velador, torso de guardia de seguridad, piernas de conserje y brazos de gorila. Quimeras impresionantes que como autómatas y sin mayor problema, subieron los muebles seleccionados a la camioneta, convirtiéndola en una fortaleza, un castillo de metal sobre ruedas.

Arrancamos en dirección de la casa que otrora fuera oficina y ahora casona abandonada, donde debían de ir los muebles. La sensación de la camioneta al cargar aquella cantidad de peso era como el de una casona a punto de colapsar sobre si misma, sensación que contrastaba con lo imponente de la apariencia de castillo de metal, que se tenía desde fuera.

Aquel sábado, hoy lejano, un castillo de acero atravesó la ciudad. Un castillo formado por muebles capaces de hacer florecer y crecer ideas, ideas que dándoles seguimiento tendrían el potencial de cambiar el mundo, el curso de la historia y la vida de las persona, cosas que ningún residente de la ciudad, testigo de nuestra andanza, llego a imaginar al ver pasar la fortaleza móvil.

Llegamos fuera de la casa, donde iban los muebles, casi sacando chispas y desmadrando la pintura del castillo de acero, esto por la estrechez de la calle de la casa.

Empezamos las maniobras de descarga, lo primero a bajar eran los escritorios, cuando los levantamos lamentamos no tener quimeras como las de la dependencia de gobierno para realizar aquellas acciones. Bajamos el primer escritorio, pero al intentar meterlo por la puerta de la casa, esta se burlo de nosotros, se mofo, se carcajeo y altaneramente nos hizo saber que las medidas del enorme escritorio eran por mucho superiores a las que podían pasar por el umbral. Pero mi padre era aferrado y yo otro mas, así que lo reintentamos 364 veces en 364 grados diferentes, siendo en el intento 364 cuando logramos lo imposible y vimos derrotada a la puerta de la casa.

Las operaciones se repitieron en otras dos ocasiones con la mesa y el otro escritorio, los sillones fueron lo mas fácil de descargar. El castillo de acero regreso a su estado de camioneta. Para cuando todo estaba en orden, el sudor en nuestras frentes era copioso y los dedos dolían por la labor realizada.

Ya era hora de comer cuando dimos por terminada la jornada, así que tomamos rumbo a la casa para comer algo y descansar, pero cansados como estábamos, el destino quiso que nos tocara un alto frente a la sevillana, cantina antigua y de tradición en la comarca. Quieres una cheve, me dijo mi padre, nunca supe si a manera de pregunta, invitación o aviso.

En esa cantina fueron tres rondas las que bebimos, con cada una su respectivo caldo de camarón. La cerveza era clara pero de barril, refrescante y cremosa, tenía el sabor que debe de tener la panacea. El caldo de camarón, picoso y carente de camarones. Hasta el tercer vaso de caldo encontré un camarón flotando entre los vegetales del caldo. Cuando lo comí pedí un deseo, que al año se cumplió.

Fueron tres cervezas que bebimos en silencio, silencio que no se rompió salvo para pedir la siguiente ronda, cuando estábamos juntos tomando cerveza no había necesidad de decir nada, el mundo se simplificaba, se daba por sentado que el problema que pudiéramos llegar a tener, lo solucionaríamos, el orgullo del padre por el hijo, al igual que la admiración del hijo hacia el padre, se sobreentendían en aquella ausencia de palabras. Todo estaba dicho, todo estaba bien, solo eramos mi papá, yo, unas cervezas y el silencio que lo decía todo.

en mi casa vive una bruja

En mi casa vive una bruja. Es muy vieja, viejisima, antigua, antiquísima. Se le pueden oler los milenios acumulados en los pliegues de la ...