sábado, 26 de diciembre de 2009

Si no llega en 30 minutos, es gratis


Estaba aquella dama en la cocina preparando hot cakes, y el despertó cuando llevaba la mitad de la masa preparada. El ermitaño recordó las mañanas de navidad en casa de su madre, cuando esta se despertaba antes de las 9, sin importar a que hora se hubiera terminado la fiesta de noche buena, y preparaba un festín de desayuno para sus inquilinos y visitas.

Se sirvió una taza del café que la repartidora de pizza había preparado. La observó cocinar y tararear “the seeker”. Ella estaba vestida con una pijama de franela que le presto la noche anterior, aun con esa ropa, demasiada holgada para ella, se veía delgada, tan delgada que seguramente flotaría si no fuera por el peso de sus ideas.

Llegó con una pizza un 23 de diciembre, casi a las 10.30 de la noche. Él esperaba pasar la velada solo, comiendo y viendo peliculas antiguas, ella solo quería completar la ultima entrega de la noche y regresar a su asco de vida, descansar un poco de su apenas tolerable trabajo.

No se dieron cuenta de como ni cuando, pero casi inmediatamente se encontraran sentados frente a frente, discutiendo la obra y legado de "the Who" Pudieron haber sido los jeans rotos, su maquillaje sobrecargado. En él pudo haber sido el cigarrillo retorcido y a medio fumar o los lentes sucios. Quizas en ambos tuvo un papel importante la soledad, pero poco tardaron en convertir aquella charla en algo de tintes mucho mas carnales.

En la sala del departamento, ermitaño y repartidora, se hicieron daño de manera muy placentera.

Ella se fue por la mañana, nada temprano, mas bien a las 10 y sin haber desayunado. Pasaron la noche juntos, entre otras cosas, hablaron de música o guardaron silencio en compañía del otro. Durmieron a las 4 de la madrugada escuchando discos viejos obtenidos de manera gratuita e ilegal vía internet.

El pasó una típica noche buena; familia; cena; karaoke; regresar temprano a casa.

A su regreso la encontró en el umbral de su puerta.

Ella sentada en cuclillas junto a la puerta, ella cubierta por un suéter inapropiado para los 3 grados de la madrugada navideña, ella con el maquillaje corrido de tanto llorar, ella con frío en la espalda y una mochila a su lado. Él, un ermitaño, sin idea de que hacer ante el llanto de una mujer; mudo por una emoción que no sentía desde la preparatoria.

Inexperto en las artes de la ternura como él solo, le quito el frío, la consoló y secó sus lagrimas de manera torpe, pero mejor de lo que nadie hubiera podido hacer. Ninguna explicación fue demandada, simplemente pasaron fueron.

El día de navidad fue el primero de varios días que pasaron como pareja. Apenas sabían el nombre del otro pero se complementaban a la perfección. Él vio con agrado su soledad violada por una repartidora de pizza, amante del punk. Ella sonreía con la simpleza de aquel excentrico coleccionista de rarezas cinematográficas.

Por casi 7 días compartieron la cama, el baño, los tamales, el tiempo en la computadora y el café.

La mañana del ultimo día del año, el ermitaño, despertó con frío y sintiendo la cama demasiado grande. La repartidora de pizzas se había marchado. Se fue como llegó, sin dar explicaciones. Tras de ella dejó una blusa de Iggy pop and the stooges con su olor.

Por cada día que pasaron juntos, el ermitaño, contempló con melancolía la blusa, recordando “los bellos momentos” torturandose con discos de Jose Jose. Al sexto día tiró la blusa a la basura y limpió a fondo el departamento. En lugar de comprar una rosca de reyes, ordenó una con doble queso, champiñones y pepperoni.

La pizza tardó en llegar. Y cuando lo hizo fue en incómodo silencio. Él quería que ella dijera algo que lo arreglara todo, pero no lo hizo. Ella ocultó su mirada bajo el cabello graso y agachó la cabeza. El ermitaño, ante la falta de palabras, se apresuro a pagar, tomar su pedido y cerrar con un portazo furioso en la cara de la repartidora.

Caminó a la sala y le dio “play” a la película de “jailhouse rock” bufando y apretando los puños, sintiendo fresca la herida que aquella mujer le planto en la yugular cuando se fue. Ella permaneció quieta frente a la puerta por 20 minutos, intentando encontrar el valor de llamarlo y contarle su historia, de explicarle sus motivos, pero no pudo. Al minuto 21 su jefe llamo preocupado, los pedidos se apilaban, tenía que regresar y rápido a la sucursal.

De regreso al trabajo no pudo evitar reprocharse el ser, por sobre todas las cosas, una cobarde.

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