Recuerdo mi primer día de clases.
Mi madre me despertó inusualmente temprano. Yo no sabía porque. Del closet sacó pantalón azul petróleo y camisa blanca. Me vistió, porque yo seguía medio dormido y no tenía idea de que estaba pasando.
En la cocina me sirvió hojuelas de maíz con leche en un plato amarillo. No puedo recordar si les puso azúcar o me las comí así. Siempre que comía hojuelas de maíz esperaba a que se remojaran, casi como una pasta, y ya me las comía. Lo mejor era beber la leche endulzada al final y sentir las últimas hojuelas remojadas rosando el interior de la boca, lengua y pasando por la garganta.
Me dio una lonchera de plástico, morada si no me equivoco. Y salimos.
El umbral de la escuela, de colores pastel. Dibujos "divertidos" en las paredes y un montón de niños parecidos sacados de un circo (mismo pensamiento al ver a mis compañeros de primaria, secundaria, preparatoria y carrera).
Un niño con un eterno moco verde saliendo de la nariz. Una niña rubiecita de cabello largo a la que le regale un gansito en algún punto de ese año escolar. La amiga de la niña rubia. Una maestra de voz dulce y cabello rojo y rizado cuyo rostro no puedo recordar. Mi primo Daniel (el único normal del grupo).
El recreo. Los juegos. El arenero. El niño que siempre estaba solo y rompía terrones de tierra. El niño que siempre llevaba chocolates como refrigerio. Las sandwiches con sabor a servilleta, los de huevo con chorizo.
La salida. Los vendedores de alimañas de latex, el heladero con el cono para tres bolitas de helado acomodados de manera horizontal y un chorrito de mermelada de fresa. Las nieves de garrafa. El vendedor de coco y piña con chile. Los comics de capulina.
El autobús amarillo que me llevó de regreso a casa. No recuerdo haber hablado. No recuerdo haber llorado, todo era tan normal.