miércoles, 28 de diciembre de 2011

Búsqueda


Me encontraba en la sala amarillenta de la casa de mi novia. Veíamos una película de esas que suelen alegrar el corazón, cuando, la verdad trágica me asalto. Me había perdido. No me encontraba ya conmigo mismo. Me puse de pie al instante. Revisé cada uno de mis bolsillos, los del saco, el chaleco, pantalón, las bolsas secretas, el morral.

La búsqueda se extiendo por la sala de la casa, cocina, baño, cochera, la cuadra, el interior de mi auto. Para cuando nos percatamos de que no me encontraba por ningún lado, los depredadores naturales de uno, ya me habían incido los colmillos. Imaginé una manad de leones derribando a un ñu. Sin más por hacer partí con un beso insípido en los labios.

Recorrí a ciento veinte kilómetros por hora y ciego por las gruesas lagrimas, inducidas por la mordedura de la ansiedad y la culpa, rumbo a mi casa. Afortunadamente, las amplias curvas a altura de la colonia Hamburgo generaron sufiente fuerza de gravedad como para que Ansiedad y Culpa fueran disparadas a la carretera, siendo aplastadas pocos segundos después por un tráiler transportador de leche y un convoy de patrullas federales respectivamente.

En casa me calcé los patines y salí en búsqueda de mi mismo por las calles frías y húmedas de la colonia. Lo único que encontré fue un nuevo puesto de burritos de hielera en el cual recargué baterías con unos de frijoles y otro de prensado, una soda de 335ml y medio pitillo de tabaco tostado. Debo de agregar que tampoco me encontré en los burros, ni en la soda, mucho menos en el tabaco.

Regresé a casa con los pies abatidos, pero los ánimos ardientes. Arranqué mis cuatro cilindros en dirección al bar de “siempre”. En el lugar vi las caras de toda la vida, los mismos payasos sin gracia contando una historia sin contar, los mismos tragos alterados, las mismas manchas en los mismos vasos, como si aquello fuese una pintura viviente.

Gatee por entre las piernas de la multitud de parroquianos. Me lleve varias patadas y otras tantas caricias dadas a piernas divinas. Cocina, barra, baño y la azotea desolada inspeccione sin resultados. Un par de cervezas después me dirigí al billar de enfrente. Mi abuelo ciego estaba ahí, aporreando novatos en el pool. Busqué por todos lados sin frutos, ni siquiera mi abuelo ciego pudo darme algún norte.

Recorrí toda la ciudad. No estaba en ningún lugar ni siquiera me habían visto. Nada sabían las putas del centro, ni el taquero de la bravo; nada los cirqueros de la alameda; nada en el estadio; nada en la universidad; nada la cajera que me coquetea en el banco; nada de mi, por ningún lado.

¿Acaso todo el tiempo fui mi propia ilusión? ¿Nunca fui tangible? Este tipo de ideas me asaltaron con las campanadas de la media noche, tras de cinco horas de búsqueda infructuosa. Bañado en sudor frío, temiendo por mi propia existencia llamé a mi chica. Contestó y cariñosamente corroboró mi existencia con palabras dulces. Mas algo extraño se notaba en su voz. Nuevamente mi mente carburo ensoñaciones fantásticas.

Con el acelerador a fondo cruce la metrópolis de la M hasta la L pasando por la T y la G. Quince minutos demoré en la travesía urbana. Tumbé la puerta con una titánica patada, cosa nada propia de mi pues seguía sin encontrarme, al menos hasta ese momento, pues al entrar en la sala y ver a la muer que yo más quiero semidesnuda, recostada como una diosa, adorada por ningún que yo.

Enceguecí de rabia y me lancé sobre mi, pero ya me estaba esperando con un jarrón que pulverizo el mi cabeza. Yo me mordí en el antebrazo, respondí con una llave dormilona, luego un codazo en las costillas, finalmente estrelle mi cabeza contra la mesita. Había ganado.

Mi novia corrió a auxiliarme. Me ayudo a levantarme y limpio los vidrios de mis heridas. Me beso con ternura. A pesa r de los numerosos golpes y heridas abiertas me sentía mejor que un millón de euros, después de una larguísima tarde, finalmente me encontraba completo. En ese instante Anais salió del cuarto gritando con toda la fuerza de sus pulmones: “RHINOCEROS”, claro que eso no afecta esta historia, sin embargo sucedió justo después del beso y entra en el orden cronológico de lo aquí narrado.

martes, 27 de diciembre de 2011

Espera


Parte I

Son las seis de la tarde, pero el día se ha vuelto azul. Una nube, larga como el cielo, desfila por el horizonte y bloquea los últimos rayos de sol. Las sombras que se extienden por el laberinto de la ciudad son largas y frías. No falta mucho para que los arbotantes derramen su luz amarilla como la miel sobre las calles húmedas.

En una acera anónima, una mujer de rostro afilado y moreno sorbe café tan negro como su cabellera. Las manos de la mujer se han tornado azules por el frío. De su bolsa saca una cajetilla de cigarros. Lenta y temblorosamente enciende uno. Su mirada esta perdida en dirección al oeste. Su alma se encuentra igualmente en otro lugar. Piensa en él. Imagina cosas en tiempo condicional, contempla los "hubiera".

Fuma y bebe mecanicamente, a intervalos dulces y lentos. Sus movimientos son los de un robot melancólico. Para cuando ya no queda nada del cigarrillo es más noche que día; Los últimos tres sorbos en la taza están fríos; Su alma ha regresado a su cuerpo. Sus ojos cargan gruesas lagrimas que no deja escapar.

Se pone de pie. Deja el importe de su consumo y la propina sobre la mesa. Camina en dirección este. Solloza con cada paso. Sabe muy bien que el no llegará por más que espere. Sin embargo no pudo faltar a su promesa.

Aquel diciembre la mujer visitó el café casi a diario, cada tarde en la misma mesa, mirando en dirección al oeste. Pero la vida sigue y a nadie se puede esperar por siempre, menos cuando se sabe que no llegará

Parte II

Es un día de diciembre. Ella piensa que el mundo ha cambiado demasiado como para intentar comprenderlo. Ella también ha cambiado, su cabello se ha vuelto blanco, su rostro es diferente, su forma de andar, incluso su alma ya no es la misma. Camina con paso cansado. La vida ha convertido las amarguras de la juventud en tiernas melancolías.

Como hoy, muy de vez en cuando vista el café de su juventud. Se sienta en la misma mesa y con la mirada tierna y cansada mira en dirección al oeste. Imagina cosas en tiempo condicional. El corazón ya no se le rompe. Hace mucho ha dejado de maldecir al destino.

Mientras sorbe su café, un hombre alto y de rostro elegante se sienta a su lado. Es él, al fin ha llegado. Su rostro se ilumina con la sonrisa más amplia que ha tenido en años. El la toma de la mano y se excusa por la demora. Se levantan y caminan la calle anónima en dirección al oeste, hacia su juventud, los condicionales y los subjuntivos pasados


jueves, 22 de diciembre de 2011

Esos días raros


Hay día de sol, días de agua, arena, viento. Cada día nace de una sustancia y tiene una naturaleza, pero hay días que están hechos de otra cosa, de algo desconocido, sin nombre. Incluso la naturaleza falla en darle forma.

Son días amorfos en los que el sol de julio esta rodeado de nubes septembrinas que aspiran a ser negras o pedazos de cielo tan azul sueño. En esos días indefinibles se nos escapa la nostalgia y la bienaventuranza de manera simultanea. Se nos antoja leer, fumar, andar en bicicleta, besar, bailar, correr en dirección al sol.

Es en esos días indefinibles, en que las musas pululan en el aire cual mosquitos en el manglar. Estas nos picotean las piernas, brazos, cuello y hasta las nalgas con la fiereza de un colibrí hambriento con tal de sembrar bajo nuestra piel la semillita de la creación.

Tres acordes en progresión; un verso virgen; un trazo sucio de carboncillo sobre el papel; una escena teatral redactada en la servilleta de un café; un ingrediente extra en las quesadillas suizas.

Pero no todo es bello en esos días extraños. Las musas, la sustancia, la semilla implantada tienen resaca de la locura o zozobra; desesperación de ser; al inconformismo o la critica desmedida. El precio a pagar por una musa inoculando el cerebro puede ser alto.

Más extraño que un día como estos, es su noche. Como si legiones de horrores nocturnos se dieran cita en las sombras de las calles de la ciudad. Un macabro carnaval de sombras, en las que no se distinguen los monstruos pero se reconocen en el vaivén de los arboles y las palmeras, casi como si pudiéramos escuchar sus pazos bestiales.

Y todo termina cuando asoma nuevamente el sol, por el horizonte. Y el día asume una nueva forma y otra sustancia de sol, nube, agua, viento, arena o cualquier otra y es entonces que se termina el delirio inducido por las musas. Estas se marchitan como flores y sólo quedan garabatos como muestra de que existieron. Los horrores nocturnos regresan a la cueva de nuestros oídos, para dormir cobijados por nuestras pesadillas sin soñar.

en mi casa vive una bruja

En mi casa vive una bruja. Es muy vieja, viejisima, antigua, antiquísima. Se le pueden oler los milenios acumulados en los pliegues de la ...