jueves, 13 de octubre de 2011

Las hojas amarillas me invitan a partir. Tomar dos autobuses uno en dirección cercana, el segundo a lo desconocido. Las hojas amarillas me susurran con su vaivén que si marcho para no volver la podré olvidar.

Sin embargo se, que las hojas amarillas mienten. Sus promesas de olvido carecen de seguridad, ni siquiera encierran un poco de fe. Pues aunque camine hasta acabarme las piernas o expire mi vida siempre la cargare.

La tengo tatuada más que mis vicios; Más profunda que las raíces del canto de Sapioriz. Fue su ausencia lo que me hizo cargar el revolver, Tu silencio me jaló el gatillo.

Lo peor es que la eternidad es el infinito susurrando tu nombre.

El monstruo




Lo dejó con la palabra en la boca, con el beso en los labios y la razón en la punta de lengua. Se levantó con el mentón en alto y caminó a la salida contoneando las caderas. Él seguía mudo, sentado con la boca abierta y el café enfriándose. No daba crédito a lo que acababan de escuchar.

En espacio de unos segundos, el mensaje que acababa de recibir se transformó en muchas y variadas cosas. Empezando por ira, enojo, tristeza y desesperanza. Sin embargo lo realmente sorprendente fue la transformación que detonó. Como si se hubiese tratado de algún mágico elixir.

El color de la piel se enverdeció; Los brazos crecieron hasta casi alcanzar proporciones simiescas; Los ojos rojos grandes como los de un calamar; Los dientes se afilaron y crecieron cómo si se tratara de un depredador prehistórico.

En ese sillón ya no se encontraba un hombre. Era una bestia, una pesadilla viviente sin mayor motivación que el infligir todo el dolor que su ahora ex-mujer le acababa de provocar, en terceros.

De un salto se planto frente a la rubia de la caja. Alzó el brazo para asestar un golpe mortal con sus nuevas zarpas, pero no pudo. En realidad el no era ese monstruo. Bajó la mano y busco monedas en su bolsillo para dejar en el bote de las propinas.

Caminó por las calles frías del centro de la ciudad hasta llegar a la plaza. Muy pocos peatones no lo rodearon o huyeron al verlo pasar. Se sentó en las escaleras del kiosco y levantó la vista con la esperanza de que en el cielo nocturno hubiera algún consuelo.

En aquellas escaleras pasó la noche. Con la llegada del alba volvió a ser un hombre. y pudo marchar a casa, pero durante el resto de su vida en su interior viviría un monstruo triste


en mi casa vive una bruja

En mi casa vive una bruja. Es muy vieja, viejisima, antigua, antiquísima. Se le pueden oler los milenios acumulados en los pliegues de la ...