domingo, 13 de febrero de 2011

Don Roberto e hijos

Treinta y ocho mil almas masacradas la metralla cruel (mas no tan crueles que firmaron el edicto que permitió se jalara el gatillo). El periódico y los noticieros redujeron el número a veinte, antes se atrevieron a comentar la masacre, sin embargo ahí están Don Roberto Castillo e hijos haciéndose ricos con tan sólo una tajada del pastel..

A Roberto (el hijo mayor de Don Roberto) nunca le había gustado el negocio familiar. Está por demás decir que era eficiente, nadie podía reprocharle nada en cuanto a su forma de trabajar, siempre serio y discreto, más que sus hermanos, pero carecía de la pasión por el trabajo que tenía Ignacio o la enfermiza devoción de Celia al realizarlo. Sobre todo en los últimos meses, con toda la actividad que había habido Don Roberto e hijos se estaban convirtiendo en figuras notables de la ciudad.

Aquel era el último sábado del mes y como en cada ocasión salió con sus amigos a un bar a las orillas del centro histórico de la ciudad, su cubil. Entre cigarros, cervezas y fichas de domino hablaban de lo caro que estaba todo, de tal o cual candidato, de lo atractiva que era la nueva novia de alguno de ellos, de como Mario (el eterno enamorado de su hermana Celia) no se atrevía a más. Sólo él y Miguel estaban casados por lo que de tanto en tanto soltaban alguna que otra queja contra el dueto histérico, como les habían nombrado burlonamente. Fue a las doce con treinta y cinco que sonó el teléfono de Roberto.

- Jefe, ya pasó. Me avisaron hace media hora y vine corriendo, calculo unos cincuenta – Era Agustín, empleado de su padre de toda la vida y que desde hacía un par de años re reportaba directamente con él.

- Entiendo, llego en un momento – dijo con sequedad

Pagó su parte de la cuenta y dejo lo correspondiente de propina. Se despidió entre rechiflas de sus amigos y salió del bar.

Ya pasó, cien al parecer. Así decía el mensaje que Ignacio acababa de recibir. Hizo un cálculo veloz de cuantas horas de trabajo potencial tenía por delante, cuál sería la ganancia neta en el negocio y lo que podría hacer con su parte. Guardó el teléfono celular y se apresuró a terminar la faena con la rubia de la noche. Era el hijo de enmedio y como tal nunca había recibido mucha atención por parte de nadie. Roberto era el perfecto, Celia la consentida, él el sobrante.

Se podría decir que Ignacio era miserable, por un lado Roberto se había casado con una mujer bellísima, Celia tenía pretendientes para que le invitaran cada comida del día durante toda la semana, en cambio el sólo podía conseguir chicas que llevaran más alcohol que ideas en la cabeza. En la escuela no sobresalió y con respecto al negocio era más bien regular a veces invisible. Roberto lo trataba como un subordinado más; Celia intentaba ser linda con él, pero rara vez lo conseguía sin verse condescendiente; para su padre era como si no existiera, aun cuando niños. Durante toda su vida intentó que aquello no le importara, pero cada tanto se sentía frustrado con sus hermanos, con el mundo y sobre todo, con su padre.

De los tres, solo Celia seguía viviendo con su padre. Desde la muerte de su madre se adjudicó la tarea de cuidarlo en sus últimos años muy a pesar de la insistencia de Don Roberto en que hiciera su vida aparte. Rechazó las oportunidades que se le ofrecieron de alejarse del negocio familiar, de explotar su talento en el piano con formación profesional o haber estudiado cualquier otra carrera, de entre todos los intentos de sus padres para que se volviera independiente el único que tuvo cierto resultado fue el haber vivido por espacio de seis meses en Paris.

A sus veinticuatro años se podría decir que el único amor que había llegado a sentir era por el negocio familiar, se notaba en su manera de tratar los clientes, su eterna sonrisa al momento de recibirlos y ofrecer sus servicios, omnipresente sonrisa al momento de abrir los cuerpos y despedirse de ellos. Una sonrisa piadosa y cruel que por años dañó el corazón de Ignacio y alejó a Roberto.

Amaba a su padre, y a su hermano Ignacio muy a pesar de que en toda su vida había sido incapaz de demostrar su cariño; de Roberto por otro lado guardaba temor: el temor que se le guarda a un policía cuando sabemos que somos culpables de algo sin estar seguros de que.

En el balcón del cuarto, Celia fumaba cuando entró la llamada de Ignacio. Este le dijo el número potencial cuerpos con los que habría que trabajar y se apresuró a colgar. Celia, sin haber terminado el cigarrillo, marcó varios números dando las instrucciones correspondientes a su equipo de trabajo. En tanto se dibujaba su sonrisa eterna.

Había sido una semana sin mucha actividad y esa noche el local se encontraba vacío salvo por los cuidadores del turno nocturno. El primero en llegar fue Roberto, Celia en segundo lugar, Ignacio quince minutos después de ella.

Aún no daban las dos de la madrugada y posiblemente faltaban varias horas para que se pusiera en marcha, pero si querían sacarle todo el jugo posible a lo que acababa de pasar tenían que estar listos, incluso si eso significaba pasar la noche en vela.

Cada cual preparo sus herramientas, cambios de ropa y acordaron la manera de trabajar. Apenas eran las dos con quince minutos cuando Roberto se retiró a la capilla, nunca había sido religioso y su único hijo no había sido bautizado, pero le gustaba la capilla del local, sobre todo su olor a incienso y la luz morada que entraba por el vitral, esa luz le calmaba antes de un trabajo y le ayudaba a pensar. Generalmente pensaba en su vida, en su mujer, su hijo, a veces soñaba despierto con que tenía no otra vida, sólo otro trabajo.

Celia e Ignacio estaban en el mostrador, callados. De tanto en tanto Celia intentaba iniciar una conversación pero tenía una facilidad inusitada para tocar temas desagradables para Ignacio quien sabía que su hermana menor no tenía malas intenciones pero igualmente no dejaba de ser molesto. Ante la falta de comunicación encendieron cigarrillos de sus respectivas cajetillas.

A las cuatro de la madrugada sonó el teléfono. La primera contratación de la noche, les que le seguirían muchas más. Cincuenta y cinco, con varios miles de pesos de ganancia en cada trabajo.

Por horas los tres hermanos corrían del frente del negocio para recibir a los familiares y orientarlos en el rito y los tramites. En la parte de atrás: abrían drenaban, vestían y maquillaban a los hoy difuntos. Roberto con fría indiferencia; Ignacio con el esmero de quien trabaja bien; Celia con rostro sonriente y ojos danzante, cual cuento de hadas.

Fue una jornada de setenta y dos horas de sonreír, explicar, cortar, escuchar llantos y ver caras destrozadas por el dolor. Roberto enfermo durante esas interminables horas, más por ver el dolor ajeno que por la falta de descanso. El llanto de una madre tiene la facultad de enfermar el espíritu.

En cambio Celia nunca dejó de lucir hermosa y radiante, aun con sus pronunciadas ojeras y la cara más delgada de lo usual, no dejó de sonreír con esa sonrisa calida para el mundo y cruel para Ignacio quien evitaba, como siempre el estar en el mismo cuarto con ella.

Y sin embargo lo lograron, al final embalsamaron, enterraron y cremaron cincuenta y cinco cuerpos, la mayoría de personas jóvenes. Soportaron el llanto de incontables familiares y se llenaron los bolsillos de billetes. El sabor de la victoria, el poder decir que habían logrado una empresa de tal envergadura hizo que olvidaran sus malestares, rencores y fijaciones sicóticas, al menos por un momento. Compraron cervezas y cigarrillos para festejar junto a su padre la odisea recién terminada.

Al abrir la puerta de la casa les llego un olor fétido y familiar. Dejaron caer las cervezas. Los tres, como si se tratara de una macabra coreografía corrieron siguiendo el olor. Abrieron de golpe la puerta de la habitación de su padre. En el centro la gran cama patriarcal: Don Roberto, finado desde hacía tres días y en pleno proceso de descomposición. A los tres hermanos aún les quedaba pendiente el trabajo más duro de la jornada.

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En mi casa vive una bruja. Es muy vieja, viejisima, antigua, antiquísima. Se le pueden oler los milenios acumulados en los pliegues de la ...