Diana estaba recostada en el sillón del cuarto de tele. Observaba un programa de citas con notable desinterés y su ya famosísima cara larga.
La tele era un viejo armatoste con poca definición y audio aun peor. El sillón donde se encontraba recostada era una pieza de mobiliario que le doblaba la edad y regalo involuntario de los vecinos (lo habían tirado a la basura pero ella aprovecho la oportunidad).
En la cocina un batallón de hormigas, diminutas y sigilosas como la muerte misma, se encargaban de limpiar la sartén en la que unos momentos antes había preparado unos huevos con tortilla y mucha salsa.
La regadera goteaba con constancia cronométrica y alimentaba un moho venenoso que sería destruido en un par de días por una ración excesiva de cloro.
En el techo del cuarto de televisión una mancha de humedad emulaba un antiguo símbolo sumerio. Para Diana
solo se trataba de una mancha en forma de círculo feo.
Finalmente, debajo del sillón unas pantaletas extraviadas cumplían la tercera semana acumulando polvo. Completando de esa manera un ritual accidental.
Apareció frente a ella un hombre en trusa. Se había materializado de la nada.
Era grande y obeso. Su cara era fea y su frente amplia. El cuerpo de aquel hombre estaba cubierto por un denso pelaje. Su ceja era una sola. Sus dedos eran largos y anchos como salchichas alemanas. En la boca le colgaba un cigarrillo. Su cabeza era lisa como una bola de boliche y llevaba puestas unas pesadas botas industriales. En su espalda dos diminutas alas rosas y traslucidas se agitaban a intervalos.
Diana se incorporó. Abrió los ojos de par en par y casi grita de horror, pero algo se lo impidió. Aquel hombre tan extremadamente rudo en apariencia, desprendía algo inusual, no solo el olor a pulpa de sábila.
El hombre en calzoncillos habló.
“Soy un hada y has cumplido con el ritual. He venido a cumplirte un deseo, no importa cual, yo me haré cargo de que se haga realidad”
Pudo haber sido la confianza con la que habló; las dos pequeñas alas en su espalda; la sinceridad en su mirada o el hecho de que se hubiera aparecido frente a ella como caído del cielo, el punto es que Diana le creyó y con su fe se desató una revolución sin precedentes en su interior.
Después de ocho años de amargura, su corazón rejuvenecía por la magia tacita de ese evento inusual. La inocencia regresó; la esperanza; su sonrisa.
Diana observó extasiada al hada, sin moverse ni hablar. Únicamente disfrutaba de su presencia.
Durante más de cinco minutos permanecieron en silencio; silencio mágico y expectante para Diana quien observaba extasiada al hada; silencio incomodo para el hada que tenia que soportar la mirada incomoda de Diana.
“Ok, no quisiste nada” Dijo el hada con notable apuro antes de dar media vuelta y caminar rumbo a la única habitación en el departamento. Ella lo siguió con premura. Le gritó mil cosas para que se detuviese, pero a esas alturas el hada ya temía por su seguridad.
Para cuando Diana llegó a la habitación el hada ya había emprendido el vuelo. Diana observó desde su ventana como se perdía en el azul infinito del cielo.
Con el corazón alegre y ligero pensó que no importaba, de todas maneras no sabía que pedir. Suspiró con el aire que se sopla cuando el mundo recobra sus colores.
A casi mil quinientos metros sobre la ciudad el hada volaba aun nervioso por la loca que le había tocado. Tiró la colilla de su cigarrillo e intentó prender otro para calmar los nervios. El viento se lo impidió. Necesitaba una cerveza.