lunes, 16 de agosto de 2010

El hada


Diana estaba recostada en el sillón del cuarto de tele. Observaba un programa de citas con notable desinterés y su ya famosísima cara larga.


La tele era un viejo armatoste con poca definición y audio aun peor. El sillón donde se encontraba recostada era una pieza de mobiliario que le doblaba la edad y regalo involuntario de los vecinos (lo habían tirado a la basura pero ella aprovecho la oportunidad).


En la cocina un batallón de hormigas, diminutas y sigilosas como la muerte misma, se encargaban de limpiar la sartén en la que unos momentos antes había preparado unos huevos con tortilla y mucha salsa.


La regadera goteaba con constancia cronométrica y alimentaba un moho venenoso que sería destruido en un par de días por una ración excesiva de cloro.


En el techo del cuarto de televisión una mancha de humedad emulaba un antiguo símbolo sumerio. Para Diana

solo se trataba de una mancha en forma de círculo feo.


Finalmente, debajo del sillón unas pantaletas extraviadas cumplían la tercera semana acumulando polvo. Completando de esa manera un ritual accidental.


Apareció frente a ella un hombre en trusa. Se había materializado de la nada.


Era grande y obeso. Su cara era fea y su frente amplia. El cuerpo de aquel hombre estaba cubierto por un denso pelaje. Su ceja era una sola. Sus dedos eran largos y anchos como salchichas alemanas. En la boca le colgaba un cigarrillo. Su cabeza era lisa como una bola de boliche y llevaba puestas unas pesadas botas industriales. En su espalda dos diminutas alas rosas y traslucidas se agitaban a intervalos.


Diana se incorporó. Abrió los ojos de par en par y casi grita de horror, pero algo se lo impidió. Aquel hombre tan extremadamente rudo en apariencia, desprendía algo inusual, no solo el olor a pulpa de sábila.

El hombre en calzoncillos habló.


“Soy un hada y has cumplido con el ritual. He venido a cumplirte un deseo, no importa cual, yo me haré cargo de que se haga realidad”


Pudo haber sido la confianza con la que habló; las dos pequeñas alas en su espalda; la sinceridad en su mirada o el hecho de que se hubiera aparecido frente a ella como caído del cielo, el punto es que Diana le creyó y con su fe se desató una revolución sin precedentes en su interior.


Después de ocho años de amargura, su corazón rejuvenecía por la magia tacita de ese evento inusual. La inocencia regresó; la esperanza; su sonrisa.


Diana observó extasiada al hada, sin moverse ni hablar. Únicamente disfrutaba de su presencia.

Durante más de cinco minutos permanecieron en silencio; silencio mágico y expectante para Diana quien observaba extasiada al hada; silencio incomodo para el hada que tenia que soportar la mirada incomoda de Diana.


“Ok, no quisiste nada” Dijo el hada con notable apuro antes de dar media vuelta y caminar rumbo a la única habitación en el departamento. Ella lo siguió con premura. Le gritó mil cosas para que se detuviese, pero a esas alturas el hada ya temía por su seguridad.


Para cuando Diana llegó a la habitación el hada ya había emprendido el vuelo. Diana observó desde su ventana como se perdía en el azul infinito del cielo.


Con el corazón alegre y ligero pensó que no importaba, de todas maneras no sabía que pedir. Suspiró con el aire que se sopla cuando el mundo recobra sus colores.


A casi mil quinientos metros sobre la ciudad el hada volaba aun nervioso por la loca que le había tocado. Tiró la colilla de su cigarrillo e intentó prender otro para calmar los nervios. El viento se lo impidió. Necesitaba una cerveza.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Caminante II, Resoluciones ezquizoides


El farol amarillo alumbraba como un reflector el escenario de la calle. Bajo su fulgor enfermizo, Carlos, se revolcaba en un charco de miseria inventada y secreciones corporales.


Se inventó su propia miseria a partir del cansancio de una vida que se repetía a si misma como el fondo de las caricaturas de Hanna-Barbera; la ausencia de la única mujer que no lo fastidiaba con la vulgar cotidianidad de las demás; el fastidio de no tener dinero.


Se dio a la tarea de sepultar sus penas, bajo el peso de las botellas.


Doce pesos el litro y medio de bebida refrescante sabor a jamaica finamente gasificada, seis pesos el cuarto de litro de mezcal, charanda o aguardiente. Esa era la dosis para olvidarse de su pasado y su presente, mas del presente.


La noche en cuestión era fresca y septembrina. Densos nubarrones jugaban a tapar a la luna sin éxito y más de una ráfaga amenazó con volar el sombrero de la cabeza de Carlos.


Cuando los efectos del mezcal (o licor del que se tratase) fueron disminuyendo, logró ponerse de pie. Encendió el último cigarrillo para animarse a dar el primer paso de camino a casa.


Dejó la puerta entreabierta. Se dejó caer sobre el colchón sin litera. Su ebriedad casi había dado el salto del dulce desvarío al tormentoso mal viaje. Como pudo, prendió la tornamesa. Lo arrulló la voz de su tocayito, Gardel.


Soñó con el día que dejó a su ex-mujer y la cara deformada de su jefe cuando le cruzó la cara con un izquierdazo (mejor colocado, por cierto, que las pirámides de Chichen Itza).


El sol de las 11 lo despertó como una cachetada. No recordaba su sueño. Le dolía la cabeza y lo consumía un deseo de menudo bien picoso con mucha cebolla.


Atravesó dos ciudades y un rió para llegar al mercado de ciudad jardín. Un plato grande con mucha carne y una coca cola para acompañar. El conjunto norteño a su espalda agregaba la mexicanidad. Aquel menudo lo hacia olvidar mejor que el alcohol.


Terminado el segundo plato eructó satisfecho.


En el camión de regreso pensó en volver con Cecilia, lo que ella le había hecho estuvo mal, pero su reacción fue peor. Tenía que sacudirse aquellos recuerdos. Decidió visitar a Joe.


Asaltó la despensa, jugó videojuegos y descorchó un par de buenas botellas de tinto. Joe era un buen amigo.


El sol comenzaba a ocultarse cuando tomó el autobús de regreso a casa. Ver la ciudad bajo la luz roja del atardecer le calentaba el corazón y a veces le constreñía el alma. Ese día en particular, experimentaba la segunda sensación.


Cuando llegó a su calle la luz era índigo. Se sentó en el pórtico de la casona donde rentaba su pocilga. No tenía un peso en la bolsa, no le quedaba licor ni tabaco. La noche iba a ser larga.


Cuando entró en la habitación, esta parecía otra: no había ni la mitad de basura, habían sacudido los muebles y una rubia despampanante recostada en su colchón sin litera le sonreía con ternura.


Inés se levantó. Caminó hasta él. Le rodeó el cuello. Lo besó. “Necesito un lugar para dormir por un tiempo" susurró en su boca.


Carlos la apretó con fuerza, era casi etérea. Olía a mujer, duraznos y tabaco. Cerró los ojos y se dejó llevar por la sensación de aquel delicado cuerpo entre sus brazos.


Inés le contó que estaría una temporada en la ciudad. Carlos nunca supo ni le preguntó a que se dedicaba.

Carlos necesitaba un trabajo. Su orgullo de hombre le impedía aceptar que Inés pagara la despensa. Se rasuró. Redactó un currículum de campeonato y llevó sus pantalones y saco a la tintorería de a la vuelta de la esquina.


A Carlos le gustaba la ligereza de Inés; sus caderas y el verdor de sus ojos adolescentes; de sus largas piernas y espalda perfecta; su suave piel olor a durazno. Si tan sólo no fuera rubia. Nadie es perfecto.


Carlos encontró trabajo como gerente de un McDogos.


Les gustaba pasear por el parque de la revolución. Subir a los juegos mecánicos y luego compartir un algodón de azúcar (a veces rosa, a veces azul). Como en las películas americanas, la vida era bella.Tan bella la vida que Carlos dejó de tomar.


Compartían un cigarrillo al son de los pasos gigantes de Coltrane. La luna se asomaba por la única ventana del departamento. Recostados en el colchón sin tarima, Inés, acariciaba la sien de Carlos y le contaba historias de España, Irlanda y Rumania. Historias de su vida, historias que Carlos nunca había escuchado. Esas historias en combinación con su sedentaria felicidad, le oprimían el corazón con mucha discreción.


La vida siguió como una bella rutina por unos días mas.


Una mañana, Carlos, despertó con frío. La otra mitad del colchón estaba vacía, faltaba Inés.


¿Cuantas veces se había repetido esa escena? una antes de casarse, y esta. Había sido abandonado dos veces por la misma mujer.


Aquella mañana fue un poco diferente. Le dolía el pecho. Compró una botella de mezcal, y fue a trabajar.

Se embriagó en la intimidad de su oficina. Pasó la noche ahí. Borracho hasta la inconciencia. La oficina fue su habitación provisional. Tenía miedo de que el departamento oliera a durazno.


A las cuatro de la mañana subió al techo. En voz baja la llamó. Sólo el viento contestó.


Al tercer día regresó a su departamento. Olía a humedad y encierro. No había rastro del olor de Inés ni de su presencia. Todo se fue con ella, solo quedaban unos cuantos recuerdos regados por el cuarto. Cambió de departamento y compró una litera.


El supervisor regional de McDogos se enteró de las jornadas titánicas de Carlos y aumentó su salario.


Compró un Datsun 84 ante la necesidad de tomar rutas alternas a las que usaba con Inés.


Una noche Cecilia lo visitó. Le pidió perdón. El la escuchó. Ella lloró. El se despidió sin emoción alguna. Tras cerrar la puerta, recordó la noche en que hundió el Camry de Cecilia en el río a manera de venganza y por primera vez desde que se fue Inés, rió.


Una mujer de nombre Alicia comenzó a visitar frecuentemente el McDogos, era bonita e inteligente y llegó a manipular una conversación para que Carlos la invitara a salir. Alicia obtuvo el titulo de novia en un par de semanas.


La vida era buena a pesar de todo.


De visita con Joe, este le anunció su próximo viaje a Inglaterra. La referencia europea le recordó a Inés, sus historias. El corazón le explotó a causa del recuerdo y su sedentaria falsa felicidad.


Tomó una dedición drástica.


Desempeñó la vieja guitarra de su madre; empacó su vida en un costal de marinero. Le dijo adiós a Alicia con el beso de una vida. Y Arrancó sin rumbo hasta que el tanque del Datsun quedó vacío. Luego caminó


Adormilado, rasgueaba acordes al azar y de tanto en tanto dejaba escapar, casi en sueños, palabras ininteligibles.

Los primeros rayos del sol se dibujaban por detrás de las montañas. Carlos viajaba cómodo en la parte trasera de una pick up blanca.


Eran los últimos días del verano Rumano y había olor a duraznos en el aire.

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En mi casa vive una bruja. Es muy vieja, viejisima, antigua, antiquísima. Se le pueden oler los milenios acumulados en los pliegues de la ...